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viernes, 5 de marzo de 2010

PARA TI, MI MAESTRA.

El Sol marca las horas en las paredes de mi cuarto.
Por suerte,
la mañana está clarita
y la oficina duerme su descanso al fin de la semana.
El aire acepta la invitación abierta de las ventanas,
entra
y rasura el hollín de mis pulmones.

En esta habitación cargada de recuerdos
apareces madrugando entre el sueño y mi locura.
Siento el olor de tu entrepierna
y huelo el aroma de tus senos.
Mis manos,
que te tienen bien medida,
te buscan sin tu encuentro
en estas sábanas de mi amor hoy solitario.
Sólo mi oído es capaz de escuchar tu voz
en toda la amplitud de sus tonalidades:
las alegres y las solemnes,
las tristes y las agresivas.

Entonces te fabrico en mi memoria,
te reproduzco como sólo yo sé hacerlo.
Pero la invención de ti no es toda mía.
Tu recuerdo está moldeado por martillos de ternura,
por los impactos sabrosones de tu presencia
cuando crees que estoy ausente.

¿Un ejemplo?

Por la voz equilibrista de la maestra que amo,
que se balancea entre el mando y el cariño,
cuando llego sudoroso desde lejos
y te veo entre los chavos,
tus alumnos,
ordenando,
acariciando,
entregada con tu enorme entrega
a ese tumulto de chamacos pobres.
Tu voz se gasta pero tu rostro ríe.

Recortada como estampita que un niño pegó en su álbum
tu figura diminuta sobresale entre los patios de tu escuela.
Entonces te conviertes en antena receptora de todos los afectos
y de la enorme admiración de tus pupilos.

Yo me acerco callado,
despacito.
Mi corazón retumba de contento.
Es que te ves chulísima, maestra.
Es mediodía,
y en tu pelo azotan resplandores
que bajan desde el Sol
para poner arreboles
sobre el castaño intermitente de tus cabellos.

Entonces regreso a mi infancia...
Arrebatas mi más ancha sonrisa
y se me antoja correr
a toda la velocidad
de mis piernas ya peludas.
Correr y alcanzarte,
pedirte un permiso,
cualquiera,
el que sea,
uno que me sirva de pretexto para acercarme a ti,
poder hablarte,
obligarte a que me mires a los ojos
y, ojalá,
me acaricies la cabeza sudorosa,
que me digas 'zopilote'
y yo sienta que mi maestra,
tan bonita,
me quiere mucho-mucho-mucho.

O mejor no te pido el permiso,
maestra Sué.
Mejor corro alrededor de ti,
jugando a que soy un indio,
un indio que danza sus rituales
en torno de MUJER-BLANCA,
ESPOSA-DE-LOS-DIOSES.
Corro como loco y aúllo,
brinco,
salto,
golpeo al que me estorba;
sigo con mi movimiento de traslación,
más violento,
más rápido,
dando gritos salvajes que me desgañitan;
salto,
corro,
grito,
más fuerte,
más,
más,
MÁS,
¡MAAASS!...
hasta que la garganta se confunde con el grito
y desaparecen mis compañeros,
esos intrusos que distraen tu atención
y no te dejan que me veas cómo YO, INDIO-FUERTE,
BAILA-DANZA-DE-AMOR-A-DIOSA-MAESTRA.

¿O qué te parece,
maestra bonita,
si me arreglo como el niño que realmente fui?
Callado
(aunque no mucho, claro),
cariñoso y enamorado,
parado junto a ti
y elevando mi mirada triste
hacia la brillante alegría de tus ojos.
Así,
mientras paladeo un dulce,
me agarro de tu mano,
de esa mano suave y regordeta,
tan distinta de las manos
recias y huesudas de las otras maestras;
meto mis dedos entre los tuyos
y siento tu calor recorrer todo mi cuerpo
y calentar mis pies eternamente fríos;
cierro mis ojos y mis oídos
para recargar mi cabeza en tu cadera,
prendido al embeleso de sentir que me proteges
y que, a tu lado,
esa bola de chamacos que son de mi salón
no pueden molestarme
y que así,
contigo a mi lado,
puedo enfrentarme a los vagos de mi cuadra
sin que me digan menso, enano o marica.

Pero resulta que te estaré observando desde lejos,
recargado en otro muro,
con los brazos cruzados
y una sonrisa invadiendo mi rostro.
No tendré que pedirte un permiso,
ni tendré que correr alrededor de ti,
ni agarrarme tímidamente de tu mano.
Sólo tendré que llamarte con alguna de nuestras claves,
ya sean las del humor, las del amor o las que sean.
Podré decirte 'primor' y extender mis brazos
(que ya no son de niño)
hacia donde vienes tú
y esperar a que con tu peso y tu estatura
(ésta sí de niña)
corras hacia mí y sacudas mi equilibrio
con el dulce impacto de tu tierno encontronazo.

Entonces hundiré mi olfato en el discreto sudor de tu cuello,
para aspirarlo y gozar del perfume de tu cuerpo.
Mis manos recorrerán tu espalda de arriba abajo,
insinuarán que acarician tus nalgas
y, apoyadas en toda la fuerza que mis brazos tienen,
te apretarán contra mi cuerpo
hasta sentir el temblor de tus pezones estrellarse con mi pecho,
hasta que sientas la protuberancia de mi pantalón
chocar violenta contra tu bajo vientre...

Allí desaparecerán los niños
y, sin embargo,
siempre se quedarán presentes.
Nos verán en este apunte imaginario del amor
y no sentirán los celos.
Tal vez empiecen por aprender a quererme,
porque yo soy tuyo
y, para ellos,
todo lo que sea de su maestra
es bueno y chance se pueda aprender.
Claro que nunca sabrán
(pero sospecharán)
que esta noche
la vamos a pasar juntos,
en este cuarto,
acostados,
empiernados...

No importa:
la pasaremos.

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