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domingo, 10 de enero de 2010

HUMEDADES

I

Esta puede ser una tarde amarilla de mojadas tonalidades. Las nubes me empaparon con la húmeda expresividad del día en que te encontré abierta a la vida y tú derramaste tu color para iluminar de amarillo la gris oscuridad del mundo en el que transcurrimos

Esta tarde tiene mojados sus resplandores amarillos y la vida se humedece de tinturas que no habíamos conocido en los días más finitos de nuestras antiguas pasiones. Por eso la tarde alarga el intersticio mientras nosotros abrigamos el colorido calor de la ternura entre nuestros cuerpos apretados como enanos querendones.

El Sol parece celebrar el húmedo encontronazo, calienta la mojada tarde y nos anima a que choquemos poco a poco y a que nos desnudemos día con día...

II

Qué tarde tan extraña. Es pleno enero y está cayendo una lluviecita fría que, además de pintar de gris el cielo, ocultó los sonidos de la calle, los ruidos de tu casa. Sólo escuchas el repiquetear de las gotas cayendo...

Tal vez un avión, montado sobre la nube, logre enmudecer a esa humedad condensada que moja el polvo de tu ventana. Allá va el avión, se esconde vertiginoso entre las esquinas redondas del cielo y se vuelve pequeño al mismo tiempo que su voz se hace un murmullo y llega a confundirse con el imperceptible sonido del viento.

Otra vez la lluvia. Son miles de tambores diminutos, conjugados en un canto sin más altibajos que el susurro, un coro multitudinario de percusiones que acarician tus tímpanos. Allí están, ahora un poco más fuertes... ¿Los oyes?

Llueve y hace frío, es de tarde y ya casi está oscuro. Puedes asomarte a la ventana y respirar el aire casi helado cargado de humedad: sentirás la brisa pegar en tu rostro y un agradable frío te envolverá. Entonces buscarás la más lejana porción vegetal del paisaje y encontrarás un bosque semioculto por el humo y la neblina, en el que adivinarás cantos de pájaros, carreras de conejos y hasta saltos de venados; verás el pasto casi seco del parque con sus planicies amarillentas y, en el fondo, el pequeño cerro cubierto de eucaliptos, que se extiende y se levanta hacia el poniente. Atrás de lo que la lluvia y la niebla no te dejan ver, amurallando la frágil ciudad, están los poderosos montes de la Sierra del Ajusco.

Esas imágenes entrarán a tu cabeza cuando abras la boca y jales con violencia el aire humedecido que se colará hasta tus neuronas; volverás a querer atrapar entre tus labios el agua que cae en diminutos fragmentos de lluvia. Con la frente apuntando al cielo, repetirás el movimiento que hiciste años atrás... Una vez más, tu sed no será mitigada y de nueva cuenta sentirás la potente depresión de la impotencia...

En esta tarde mojada de enero hará un frío refrigerante que atemorizará por un momento tus ansias de salir y empaparte. Cerrarás los ojos y pensarás en la gente que amas. Allí llegarán a ti tus antiguas fantasías y tu corazón adquirirá el ritmo de ese chipi-chipi susurrante que te cuenta al oído todas tus cuitas. Apretarás un puño y dejarás caer la cabeza sobre él; sin fuerzas anímicas ni corporales, intentarás recobrar la capacidad física de tus manos crispadas dejando reposar tu cráneo entero sobre la leve protuberancia de tus nudillos

III

La tarde sigue siendo extraña. Continúa lluviosa pero el frío ha ido desapareciendo. Ya no escuchas el ruido de las gotas golpear en tus tímpanos. Si acaso, algún chorro que cae de algún lejano desagüe de azotea.

En lugar del avión, la autopista ha ido levantando su rugido, como si fuera una boa satisfecha después de haber saciado su apetito con los cientos de miles de autos que ingresan a ella para llevar a sus conductores de regreso a sus respectivos hogares en el suburbio. Aguzas el oído y logras distinguir sonidos de motor. Así, alcanzas a escuchar un coro constante que suena por atrás de las máquinas: es el sonido del agua al ser aplastada entre las llantas de los automóviles y el asfalto de las calles.

Junto con el frío se han ido alejando las nubes cargadas de lluvia; el cielo aparece cada vez más dividido en dos franjas: una azul que se ensancha hacia el sur y otra negra que se hace cada vez más angosta.

Estás arrodillado sobre tu cama, tus codos soportan parte de tu peso, recargados en el pretil de tu ventana. Casi te cuelgas porque tratas de captar mejor la canción de algún pajarillo que canta trepado quién sabe en qué distante rama. Es un silbido monótono, repetitivo... Estiras el cuello y, aprovechando la posición, volteas a mirar hacia la serranía de tu devoción.

El aire sigue sin permitir la suficiente claridad de visión como para que puedas ver al Ajusco. De todos modos, te das cuenta de que la atmósfera se ha ido aclarando muy lentamente. Así se te vuelve a escapar el tiempo, lo dejas ir tratando de oír a aquella ave, pero casi no la escuchas; quieres vislumbrar la serranía pero apenas se confunde con los contornos de las nubes que se van alejando.

El Sol no termina de caer y sus rayos ya no llegan libres y directos, tal vez este día ya no lo hagan. El crepúsculo se aproxima pero tú no te das cuenta porque después de ese cielo tan profundamente encapotado, cualquier luz de anochecer es suficiente para que confundas las horas y sientas que la tarde ha retrocedido. En todo caso, te quedas con la sensación de estar presenciando el anochecer más iluminado de tu vida.

Estás embelesado, sorprendido por la claridad. Estás colgado, sostenido por los codos.

IV

Recordarás el contacto silencioso de su cuerpo como un presagio de confusa violencia entre la atmósfera humedecida. Inclinarás la cabeza hacia la ventana y mirarás las nubes grises alejarse hacia el sur, rumbo al Ajusco. Te sorprenderá la repentina claridad del firmamento en esa noche, después de una tarde tan oscurecida como esa.

Sin dejar de contemplar el cielo, te quitarás el reloj para ignorar las horas y lo arrojarás por debajo de la cama. Sentirás el impulso de volverte a asomar por la ventana, pero el polvo acumulado entrará a tu nariz, estornudarás, y la súbita reacción de tu organismo te hará pensar en la amenaza de un resfrío. Concentrarás tu pensamiento en la sensación de tu propio cuerpo. Sentirás un frío húmedo perfectamente soportable, incluso vivificante. Ningún dolor, ningún malestar. Sólo percibirás un profundo cansancio anímico y la necesidad imperiosa de sacudir esa modorra del alma.

Entonces te invadirán unas intensas ganas de salir, de huir hacia la calle para vivenciar todas sus miserias y ver si el violento encontronazo con la realidad callejera pudiese sacudir tu ánimo, así como el estornudo despabiló tu cuerpo. Abrirás la puerta de tu casa y lo primero que verás será un automóvil veloz rebanando el agua de lluvia con sus llantas. Esa será tu bienvenida a la violencia callejera. Te detendrás un momento con la manija de la puerta en la mano, sin decidirte a entrar a la confusión urbana. Durante ese minuto regresarán a tu mente las visiones del pasado: una atmósfera húmeda y casi fría, iluminada por una luz que caerá sobre las gotas que mojan los tallos y las hojas, que empapan la flora que vegeta en tu casa.

V

Sales a la calle y respiras la humedad que empapa el ambiente. Volteas hacia uno y otro lado de las aceras vacías. Los árboles lagrimean gotas de lluvia como si fueran rocío.

Te encaminas hacia el parque, ansioso por pisar el pasto mojado, sentir la fría frescura del agua penetrar por los agujeros de tus tenis y mojar tus pies ya de por sí helados. Pronto cerrarán el parque pero eso a ti no te importa; lo sabes y lo afrontas gratuitamente, como si desearas la amonestación de los vigilantes.

El policía de la entrada te mira con toda la suspicacia de que es capaz un guardián uniformado, en caseta y con pistola. Lo miras de frente, duro, retador, un poco amenazante; él desvía la mirada y te deja pasar sin decir nada.

Sientes al policía como el último reducto de la vigilancia represiva y te animas a internarte en el parque, dispuesto a tirarte panzarriba en el pasto mojado, a sentir cómo se va humedeciendo la tela de tus vestidos y mirar aparecer las constelaciones estelares. No piensas en el peligro de la enfermedad ni en las amenazas de la vigilancia autoritaria.

La supercarretera que bordea al parque sigue emitiendo su rugido constante: es un rumor sordo y eterno que llega a confundirse con el silencio. El murmullo motorizado de la carretera se rompe con el ruido rítmico de tus pies al caer paso a paso sobre los charcos. Te escuchas caminar lento y acompasado.

No tienes prisa, sólo una extraña urgencia de llevar tu mente a un lugar seguro, donde no te acosen las angustias, para poder revivir momentos y situaciones definitorios en tu vida; aprovechar la inercia de los recuerdos para impulsar tus planes a futuro.

VI

Puedes partir de tu sensibilidad más primaria, tal vez de la humedad que pega en tu nariz y empapa la piel de tus mejillas, de tu frente, de tus brazos y tus manos. Sabes de aguaceros y lloviznas, de charcos y arroyuelos, de lodos enfangados.

Pero esta agua no viene con la lluvia fértil de los temporales benignos, no emana de las tuberías potables que entretejen las entrañas de esta tu ciudad que flota sobre un lago; no brota de los manantiales subterráneos que burbujean en vida. No.

La humedad que te empapa tiene un espacio y un tiempo específicos: es la angustia cotidiana que transcurre como caudaloso río entre los abruptos relieves de tu agudo desconcierto vital; es el canal del desagüe de este estilo de vida; es un caudal que evaporado se desborda y empapa de ignominia la calma de la noche y la inquietud del día.


De Cariñando en Humedades

1 comentario:

  1. Mi querdio Cuahu: que acertadas palabras donde nos invitas a leer lo que releiste y de alguna manera nos sirve para inyectar ánimo a nuestro monótono quehacer diario y también que maravilla que existan días como los que estamos viviendo, donde la obligada permanencia en casa nos brinda la oportunidad de ordenar nuestras ideas y en el mejor de los casos, armarnos de "valor" para salir y disfrutar del frío que nos obliga a activarnos, poner en mivimiento nuestro entumecido y a veces herrumbroso cuerpo y de la lluvia que genera vida y limpia cuando menos superficialmente la polución que irresponsablemente dejamos en nuestro andar.
    Gracias por compartir.

    Mancera

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